Las acciones terroristas no tienen una finalidad en sí mismas, sino la
de alimentar a los medios un escenario de supuesta “guerra civil” en 6
de los 335 municipios de Venezuela
La manifestación que intentó destruir el edificio de la Fiscalía el 12
de febrero con saldo de muertos, heridos y vehículos incendiados decía
protestar contra la inseguridad.
Las cifras sobre la inseguridad en Venezuela vienen de una “Encuesta de Percepción” realizada por el INE en 2009 que, entre otras inconsistencias, “percibió” que ese año 21.132 homicidios habrían causado sólo 19.113 víctimas, y nos asignó una exorbitante tasa de 75,08 homicidios por cada 100.000 habitantes.
Pero basándose en el conteo real y objetivo de cuerpos del delito, el ministro del Poder Popular para Interior y Justicia, Rodríguez Torres, declara el 28 de diciembre de 2013 que la tasa real de homicidios para ese año es de 39 por cada cien mil habitantes, casi la mitad de la “percibida” por encuestas (AFP).
Parece que nuestro país hubiera sido víctima durante un quinquenio de una operación de Guerra Psicológica para exacerbar el pánico y detonar violencias “contra la inseguridad” destinadas en realidad a derrocar por el terror al gobierno democráticamente electo.
Todos sabemos cómo son estas violencias:
Se focalizan primero en 19, luego en 9 y finalmente en 6 municipios de clase media o media alta gobernados por alcaldes opositores, algunos en estados fronterizos.
Los alcaldes opositores y sus policías fomentan y protegen las violencias.
Los participantes se presentan ante los medios como jóvenes estudiantes, pero luego son suplantados por adultos, encapuchados y marginales.
Se centran en el corte vial para secuestrar a los opositores en las alcaldías dominadas por ellos, y progresan hacia la destrucción de árboles, edificios públicos, instalaciones eléctricas, transportes colectivos y de alimentos.
Los terroristas amenazan, agreden y asesinan con disparos en la cabeza, tiros por la espalda y trampas contra personas, progresando hacia el saqueo y el cobro de peaje.
Los terroristas usan armas de fuego con mirillas láser, artefactos para destruir neumáticos, bombas de fragmentación y trampas contra personas.
Se surten de alimentos, ropas, capuchas, sustancias inflamables y armas en centros de acopio cercanos a los disturbios, algunos de los cuales han sido allanados en jurisdicción de alcaldías opositoras.
Las arremetidas terroristas recurren por tres semanas, período inusual para manifestaciones espontáneas, lo que sugiere una coordinación, organización, entrenamiento y financiamiento de largo alcance.
Las acciones terroristas no tienen una finalidad en sí mismas, sino la de alimentar a los medios un escenario de supuesta “guerra civil” en 6 de los 335 municipios de Venezuela.
Son prácticas, tácticas o logísticas que no presentan ni la más remota semejanza con las de un movimiento estudiantil o juvenil.
Solo intentan justificar un golpe de Estado, una intervención extranjera, o el establecimiento de un “territorio liberado” que legitime una secesión de los estados fronterizos.
Hace una década alerto contra una infiltración paramilitar que suplanta al hampa criolla, domina comercio informal y contrabando de extracción, impone alcabalas, cobra vacunas, trafica personas y estupefacientes, regenta bingos y casinos, compra empresas de transporte y de producción, asesina sindicalistas agrarios y urbanos, y que podría impedir la movilización popular.
Advierte Raúl Zibechi que “las derechas han sido capaces de crear un dispositivo ‘popular’, como el que describe Rafael Poch, para desestabilizar gobiernos populares”. Denuncia Julio Escalona que los paramilitares “con los microcréditos, combinados con la extorsión, el chantaje y el miedo, han ido echando las bases de una política social”.
Alerta José Vicente Rangel contra el avance de una “cultura de la muerte” en Venezuela.
O la detenemos, o nos detiene a todos.
Las cifras sobre la inseguridad en Venezuela vienen de una “Encuesta de Percepción” realizada por el INE en 2009 que, entre otras inconsistencias, “percibió” que ese año 21.132 homicidios habrían causado sólo 19.113 víctimas, y nos asignó una exorbitante tasa de 75,08 homicidios por cada 100.000 habitantes.
Pero basándose en el conteo real y objetivo de cuerpos del delito, el ministro del Poder Popular para Interior y Justicia, Rodríguez Torres, declara el 28 de diciembre de 2013 que la tasa real de homicidios para ese año es de 39 por cada cien mil habitantes, casi la mitad de la “percibida” por encuestas (AFP).
Parece que nuestro país hubiera sido víctima durante un quinquenio de una operación de Guerra Psicológica para exacerbar el pánico y detonar violencias “contra la inseguridad” destinadas en realidad a derrocar por el terror al gobierno democráticamente electo.
Todos sabemos cómo son estas violencias:
Se focalizan primero en 19, luego en 9 y finalmente en 6 municipios de clase media o media alta gobernados por alcaldes opositores, algunos en estados fronterizos.
Los alcaldes opositores y sus policías fomentan y protegen las violencias.
Los participantes se presentan ante los medios como jóvenes estudiantes, pero luego son suplantados por adultos, encapuchados y marginales.
Se centran en el corte vial para secuestrar a los opositores en las alcaldías dominadas por ellos, y progresan hacia la destrucción de árboles, edificios públicos, instalaciones eléctricas, transportes colectivos y de alimentos.
Los terroristas amenazan, agreden y asesinan con disparos en la cabeza, tiros por la espalda y trampas contra personas, progresando hacia el saqueo y el cobro de peaje.
Los terroristas usan armas de fuego con mirillas láser, artefactos para destruir neumáticos, bombas de fragmentación y trampas contra personas.
Se surten de alimentos, ropas, capuchas, sustancias inflamables y armas en centros de acopio cercanos a los disturbios, algunos de los cuales han sido allanados en jurisdicción de alcaldías opositoras.
Las arremetidas terroristas recurren por tres semanas, período inusual para manifestaciones espontáneas, lo que sugiere una coordinación, organización, entrenamiento y financiamiento de largo alcance.
Las acciones terroristas no tienen una finalidad en sí mismas, sino la de alimentar a los medios un escenario de supuesta “guerra civil” en 6 de los 335 municipios de Venezuela.
Son prácticas, tácticas o logísticas que no presentan ni la más remota semejanza con las de un movimiento estudiantil o juvenil.
Solo intentan justificar un golpe de Estado, una intervención extranjera, o el establecimiento de un “territorio liberado” que legitime una secesión de los estados fronterizos.
Hace una década alerto contra una infiltración paramilitar que suplanta al hampa criolla, domina comercio informal y contrabando de extracción, impone alcabalas, cobra vacunas, trafica personas y estupefacientes, regenta bingos y casinos, compra empresas de transporte y de producción, asesina sindicalistas agrarios y urbanos, y que podría impedir la movilización popular.
Advierte Raúl Zibechi que “las derechas han sido capaces de crear un dispositivo ‘popular’, como el que describe Rafael Poch, para desestabilizar gobiernos populares”. Denuncia Julio Escalona que los paramilitares “con los microcréditos, combinados con la extorsión, el chantaje y el miedo, han ido echando las bases de una política social”.
Alerta José Vicente Rangel contra el avance de una “cultura de la muerte” en Venezuela.
O la detenemos, o nos detiene a todos.